lunes, 26 de octubre de 2009

Charlie rivel

Charlie Rivel estaba allí, en blanco y negro. En silencio. Con una silla, una guitarra que nunca llegó a tocar y un río imaginario. Sobrio, apenas balbuciendo palabras que sonaban extranjeras. Fue mi recuerdo de asombro. Nunca recuerdo haber reído o la risa salía disparada hacia dentro, pero sí atrapado y asombrado.
El sentado en el respaldo de la silla, sin poder tocar la guitarra que había arrastrado hasta allí, ni atravesar el río.
Era la matáfora de la impotencia. Nunca ocurría nada. Ningún objeto estaba preparado para su fin.
Risa inconclusa, imperfecta, interior y atrapada en el alma. Nunca se hacía física.
Rivel suspendido en el tiempo, grácil y viejo. Mientras me hinchaba la cabeza y la enfermedad atravesaba unas navidades. Esperaba al practicante y él susurraba “Un puentecito”. Río imaginario y puente imaginario en las silenciosas aguas del blanco y negro. A través de sus ojos como un muerto con nariz de payaso. A través de sus ojos, su austeridad. Un payaso venido del frío era diciembre.
Charlie Rivel era risa del espíritu. La risa de lo invisible. La risa inservible. El mundo suspendido en su soledad. Mis hermanos a través de la mirada del payaso silencioso.
Murió en color y ya lo vi viejo, anciano. Silencioso por los bordes de televisor, lento, de otro tiempo, como una resistencia al tiempo.
El lloro de agua del clown. El niño de la calle pasando su sombrero, el niño le prestó su chupete para que no llorase. El niño se calmó. El lloraba agua; el niño, lágrimas.
El silencio de la música. El silencio de la música. Estrépito sonoro en un tiempo todavía lento. Charlie Rivel escondido detrás de un copo de nieve, hacía el ruido de la nieve al caer, resbalado como una gota de agua en la ventana.
Allí cuando la muerte era una cosa que sucedía a los demás, cuando la sangre era sangre, pasó un ángel en blanco y negro. Un mensajero silencioso. Uno de tantos ángeles clandestinos, como todos ellos invisibles, niños.

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